domingo, 19 de abril de 2009

Nervios, cansancio y finalmente náusea. Preparo una olla de té turco. El dieciochesco Torres Villarroel lamentaba ser el escritor más miserable de su tiempo. Él terminó rico a base de publicar embustes. Miro un par de cartas que se escribieron Eva Braun y Hitler, con una exaltación muy germánica, puro idealismo wagneriano. Desde mi ventana los faroles colgantes del Film Café, Bowie termina de cantar Lady Grinning Soul y totalmente derrotado pienso en cuando me permití el lujo de ir a ver la película del luchador. Pagué la mitad por haber entrado media hora tarde y aunque hacía siglos que no me reencontraba con la gran pantalla, creo que era la primera vez que era en un sótano. La calle no sonríe como en los miércoles. Hoy lo que puedo ver lo veo triste. Todos los árboles estaban blancos y en flor, contrastando con el rojo de los ladrillos.

He repasado letras de canciones que no me gustan para darme cuenta de que son mejores que las canciones que me gustan. Vuelve a hacer frío, me sirvo una taza, pienso en volver a casa y olvidar este cuento de Dickens en el corazón prusiano. Lo que dijeron las cartas se cumple y Ariadna siempre está en el laberinto grotesco echando un cable.

Aunque muchas cosas han perdido su sentido y su razón de ser he decidido seguir escribiendo algo que quiero terminar como un exvoto. Seguramente no es el mejor momento para lago así, pero lo tengo en débito y lo más importante sigo queriéndolo hacer. El desconcierto me encuentra esta madrugada en la habitación de la Schliemannstrasse. Multitud de historias se entrecruzan en mi imaginación, de nuevo prodigiosa, herida, pero acudiendo a encontrarme para hacerme sonreír. Rescato unos versos que ilustran mi fe. La autora es Mary Shelley:

Me iré, y en la cumbre más alta del nevado Etna, encenderé dos llamas.
La noche no la ocultará de mi ansiosa búsqueda,
en ningún momento descansaré, o dormiré, o me detendré
hasta que ella regrese, hasta tenerla de nuevo entre mis brazos.
Mi único amor, mi Proserpina perdida.

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