jueves, 23 de abril de 2009

Grodek

Después de toda una noche estudiando alemán y repasando lo que he escrito sobre las perras de Serbia, de oir la orwelliana We are the dead de Bowie y de hacer temblar la habitación entera mientras recorría sus metros cuadrados pensando como acabar el siguiente capítulo de Irreverencia, disfruté de los versos de Georg Trakl, el ángel blanco adicto al cloroformo, ese ser incestuoso que Austria vomitó en mitad del expresionismo alemán y que terminó en la cama de un hospital durante la Gran Guerra al igual que mi adorado Apollinaire y tantos otros que vieron como el caballo azul moría ensangrentado entre alambre de espino. Esa gran tragedia de masas que fueron las trincheras es lo que terminó para siempre con la auténtica cultura prusiana, la cual vería su deformación durante Weimar para acabar cediendo paso a la espiritualidad de Baviera. Por qué el corazón de Alemania se encuentra ahí lo dice la historia y se ve en las calles de Berlín. Todos los que hemos llegado de fuera para repoblar el hormiguero somos parte de un gran experimento. Ese ser multicultural es ficticio, lo pensé anoche y lo he comprobado hoy tomándome un café con una amiga en un bar vacío de aquí al lado.

Por la tarde resuenan en los bosques otoñales
las mortíferas armas, y en las llanuras áureas
y en los lagos azules rueda el sol más oscuro.
La noche abraza a los guerreros moribundos,
irrumpe el lamento salvaje de sus bocas quebradas.
Pero silenciosas en la pradera,
rojas nubes que un dios airado habita
convocan la sangre derramada, la frialdad lunar;
y todos los caminos desembocan en negra podredumbre.

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