sábado, 3 de noviembre de 2012

Mi nombre es Nihm Smoboda. Soy escritor. Trabajo en un lugar que no es el que verdaderamente creo que me pertenece pero le debo un techo y algo para poder llegar a final de mes. No tengo derecho a quejarme después de ver lo que le está ocurriendo a tanta gente de mi país. Sigo viviendo lejos de mi hogar, de la gente que siempre me había importado e intento luchar por algo en lo que siempre creí. Vosotros ya sabéis quien soy. Los demás encontraréis todo aquello que vaya dejando. He ido a tantos lugares como me ha sido posible. He sacrificado hasta el último céntimo, me he destrozado la salud una y otra vez intentando rebelarme contra algo que me parecía enorme y que parecía querer imponerse encima de mí. Y lo peor de todo es que sigo sin arrepentirme. Sólo quiero decir que sigo escribiendo pese a haber dejado rotos dos ordenadores, haber quemado álbumes enteros, roto papeles en estaciones que no importan a nadie y haber escrito en el techo de mi habitación cuando no podía dormir. Sigo trabajando en algo que no es leíble. Voy viendo como mi idea ya ha sido utilizada por otra gente, como todo mi esfuerzo no va a ser tampoco nada nuevo bajo el mismo sol. Sin embargo no me he rendido, pese a que he parado en tantas ocasiones. Vivo en Berlín, ciudad que odio tanto como a mi mismo, lo cual no es poco. He preferido recorrer kilómetros a enfrentarme conta un ego que me ha ido matando cada hora. He reescrito mi vida tantas veces que no me he podido soportar más. Y sin embargo sólo he conseguido un gigante mutilado. Un castrado. Algo bello desde el principio corrompido. Una piltrafa. Y sigo cincelando algo que hace mucho tiempo fui capaz de ver. Me he negado a creer en mi. Ese es el error de la mayoría de gente que no es valiente. Por desgracia es mi forma de ser. Lo llevo en la sangre. A mi edad ya habían muerto muchas de las personas que han influído mi forma de ser, Mis letras vienen de mucho de lo que en su momento he oído o leído de ellos. Sería mi turno de irme al averno. Pero no puedo dejar el trbajo a medias. Esa carga me agota, me deja sin luz en los ojos y soy incapaz de poder ver la verdadera belleza del mundo. Antes escribía en este sitio. Hasta que me di cuenta de que decía demasiado. Pero ya no sé si soy la persona de antes. A decir la verdad ya no sé quien soy. In capaz de terminar algo que me absovía me he embarcado en algo mayor. Mi novela era mi vida, pero me di cuenta que no era suficiente. Tenía que contar más. Y todo tiene que ser mayor sin quedar hinchado. Requería tiempo para que pudiera cobrar sentido. Yo ya no hablo de una historia sobre el 1714. El tema quedará pronto agotado porque es el tiempo para que vuelva a hablarse de él. Lo que estoy preparando es lo que debe ser la gran trilogía catalana. No hay grandes autores. Nuestra lengua no ha llegado a tocar techo y está lejos de hacerlo. Seguimos sin tener obras cumbres. Yo voy a por ello. Todo concuerda si voy a por los tres libros. Entonces podré hablar de algo que realmente conozco y muchaos podrán encontrarse, otros se sentirán atraídos. Otros no serán capaces de seguir leyendo. Otros, otros, otros. Otros siempre serán. Ahora mismo no puedo pensar en otros. Viajo a través de un siniestro interior. Encuentro los porqués de tantas preguntas que me destrozaban el alma. Estoy escribiendo lentamente. No puedo prometer más. Sólo que he aprendido a vivir sin máscaras y que finalmente he empezado a escribir de otro modo. No sé si a alguien realmente le gusta Berlín. Ahora está de moda visitarlo. Me parece fantástico que la gente lo vea y lo viva en su infinitud de posibilidades, es por eso que vine aquí. Pero Berlín es mucho más que toda esa gente hipster. Berlín es más que multiculturalidad. Fue el paruqe industrial más grande. Y esta industria se ha convertido en un ejército de creativos que trabajan en red. Tengan claro que muchas cosas que van a aparecer, salieron de aquí. No solo separamos átomos por primera vez. También vemos como se trazan los ejes del futuro.
Salud.

lunes, 16 de enero de 2012

Meses después tengo que reconocer que he contraído una enfermedad típicamente aristocrática. Ningún galeno va a tener el valor de diagnosticarme una apatía espeluznante, pero es así, la siento hasta alcanzar el grado más absoluto del asco: Me he pasado toda la tarde tumbado en la cama con la ropa puesta hojeando uno de esos libracos sobre la historia de Berlín a los que me he malacostumbrado y con los que sólo hago que dejarme la pasta. Al final para acabar leyendo más de lo mismo y sin mostrar el más mínimo interés. Se trataba de pasar en paz una resaca después de la locura que han estado los últimos días. Y los últimos meses.

No estamos cruzando un auténtico campo yermo. Pero podría haber sido así. El cuentakilómetros de mis ficciones lleva demasiado tiempo al máximo y es preciso desacelerar. No tiene ningún sentido ir constantemente a toda mierda hacia ninguna parte. Por eso nos quedamos sin hacer nada.

Cierro los ojos para no pensar pero sigo siempre en la carretera porque es lo que en esta época ocupa por entero mi área mental una vez más. Incluso trato de pensar en otra cosa, pero lo salvaje me llama con tal de salir del cuarto y al final me doy cuenta de que incluso tumbado hago dedo para que me lleven a otra estación. Es preciso escribir sobre eso o la cabeza me va a estallar. Chicas que se recuestan encima de las carrocerías, depósitos de gasolina abandonados en mitad de la nada. Billetes de enlace. En mi cuaderno nunca hubo tantas cosas sin sentido. Los tachones atraviesan rabiosos páginas enteras y voy insomne de un extremo al otro de esta ciudad como si fuera un mensajero de unos dioses enfrentados, pero tan sólo me siento un merodeador, un depredador en mitad del saqueo con unas ideas que no quería pero que me abrazan, porque al fin siento el aliento del lobo que se encuentra en su medio.

Y entonces el paisaje: civilización. Antigua y perversa. Jóvenes sin horizontes, viejos con demasiado que ocultar. Prostitutas de un sistema en el que no creen. Gente con atuendos de otras épocas, exhibiéndose y buscando el anonimato en los vagones de primera hora de la mañana, derrotados que nunca se van a levantar junto a las legiones de cadáveres para luchar. Salgo a través de apestosos puestos de comida rápida en los cruces de líneas para tomar el S-Bahn hacia la estación principal, donde seres anónimos con poco que contar me esperan para que les lleve hacia los restos del muro y les explique qué es todo esto y quienes son las personas que están aquí.


Esperan a un Caronte que les explique qué hay en la otra orilla de sus lagunas, pero en realidad no van a salir muy lejos del círculo. La mayoría de las veces me dedico a escucharlos y me doy cuenta que en realidad me pagan para eso. Tomo nota y me gustaría hacer como ellos: darle la vuelta a este continente, tocar el norte, descender furioso hasta un paralelo inferior y desplazarme, grabarlo todo sobre piedra en los foros en los que los hombres deberían aprender a ser hombres. Pero ahora no hay dinero, sólo nostalgia.

Sueño que conduzco un taxi de noche como en el videoclip en el que te repito que siempre estarás en mis pensamientos. Estoy de nuevo en una de las muchas ciudades con los mismos suburbios y cuartos traseros y se suben Klaus Kinski y Salvador Dalí.

Evidentemente sostienen una terrible discusión. Arranco sin darle mayor importancia y al torcer la esquina ya se están peleando. Empiezan a insultarse, se gritan como yo le gritaría a mucha gente, y me doy cuenta de que la lían por nada pero que no hay modo de pararlos. Al cabo de poco ya están a dándose a guantazos. En un abrir y cerrar de ojos nos empotramos contra una farola y morimos los tres en el acto. El sueño es una puta mierda, lo sé y apenas me importa su significado.

Me levanto con el estómago dándome arcadas y veo una armada de platos flotando en el fregadero capaces de hacer que se me pase el hambre con sólo encender el interruptor. Salgo a la calle para que me dé un poco de aire fresco y llevo el cuaderno en el bolsillo con todas sus cicatrices y frases a medias, esas promesas de futuro sin cumplir, esas frases sacadas de galletas de la fortuna. Deambulo y me meto en el bar. Así como habló Zaratustra yo me quedo en silencio mientras me sirven el café. Tan sólo un telefonazo y en cualquier momento puede llegar mi ángel de la guarda, el cual lo lleva también bastante jodido. Éste tiene seis trajes y veinte corbatas, pero apenas logra pagarse el alquiler y vive en sus mentiras y de su inmensa fachada, pero no se cansa de perseguir un sueño en el que cree. Hasta el punto de haberlo dejado todo y haber ido a parar en el mismo sitio que yo. Aquí estamos, entre Jesed y Jevurá.

Nos hemos convertido en mejores joyas de d'Annunzio y Oscar Wilde, magníficos gemelos con las que disimular camisas gastadas y hablamos de un año en el que ha cambiado el mundo. Un año marcado por la revolución de los jazmines,

el desastre de Fukushima

y las muertes de las malvadas Bin Laden, Gadaffi,













Kim Jong II,












la deuda soberana y la presión de las agencias de calificación, la inundaciones en Australia y el terremoto en Chile, la ocupación de Wall street,

la boda del príncipe Guillermo y Kate Middletone

y la caída libre del euro, el triunfo de las derechas en las urnas y de las izquierdas en las calles, el E Coli, los rescates internacionales, la caída de Berlusconi, los disturbios de Londres,

la pérdida de Amy Winehouse


y la masacre en Noruega,

las protestas en Rusia, la gran hambruna en Somalia.


El microcosmos de Berlín parece una tontería al lado de todo esto es más, hasta da la impresión de ser una ciudad de promesas desde que Frau Merkel hiciera su llamamiento a los jóvenes titulados con ganas de trabajar. Para los que no lo sepan, esa misma señora ha afirmado que el multiculturalismo es un modelo fallido y todos los que estamos aquí sabemos que Berlín es el máximo exponente. De algún modo existe un sentimiento de pérdida de control.

Creo que el verano fue demasiado gris y que cierto pesimismo ha calado, porque cuando tanta gente vive pendiente de quién va a ser la próxima top model y pasan de protestar por la coerción que el Deutsche Bank ejerce sobre las instituciones públicas, veo que nos estamos yendo a tomar por el culo. Aquí hay tanto pan y circo como en todas partes. Y mucho gilipollas.

Por alguna extraña razón, mi amigo el dandy y yo planeamos nuestra fuga de esta ciudad. Nuestros personajes nos han poseído de un modo terrible y están decidiéndolo todo sin consultárnoslo. Sigo explicándole mis sueños y es ahí donde creo que hay que ir. Sin embargo nunca una carretera había estado tan lejos.

El transporte marcó toda la economía de la década anterior y la deslocalización fue una consecuencia de una logística asequible por parte de la gran empresa. Todo se fue desplazando a las distintas periferias hasta que el crudo se puso por las nubes. Ya leí hace un año en La Contra de Lavanguardia que lo de viajar en low cost se iba a acabar en cuanto retiraran las subvenciones y que lo de los productos importados se trataba de una rareza de la que no podríamos presumir durante mucho más tiempo.

En lo personal ha sido un buen año después de todo, hemos conquistado esta ciudad y le hemos sacado lo que nos ha dado la gana, pero también se nos ha escapado todo como arena de las manos. Y la impresión es de que siempre va a ser así. Por otra parte adoro este lugar, pero si me quedara, llegaría un momento en que dejaría de verlo tal y como aún lo ven mis ojos.

Porque ya lo he hecho mío, pero Berlín seguirá siempre cambiando y no es de nadie. Llegará un punto en que no podré reconocerlo y me sentiré como tanta de la gente de aquí. No quiero llegar a vivir eso, es más, antes tendré la maleta esperándome en la esquina del cuarto como cuando me instalé, y en diez minutos ya estaré camino de Schönefeld.