domingo, 14 de marzo de 2010

Realmente se trata de una auténtica locura. Hoy me he preguntado como siete veces cada dos minutos qué estoy haciendo en esta ciudad: Básicamente matarme a horas. Aprovecho los ratos libres para escribir una novela a ritmo de asalto mientras la caja toráxica empieza a combustionar y a llenarse de humo púrpura. Ayer quedé con la violencelista y hablamos del árbol. Estas son las cosas que me dicen que pese a que parezca todo lo contrario no me he equivocado al quedarme aquí. Cuando intenté dar marcha atrás vi que las naves estaban quemadas y que los vientos por la muerte de Ifigenia seguían soplando en dirección a Troya. No voy a lamentar algo que estoy viviendo como una apasionante aventura y con una intensidad que lo quema todo. La nieve ha vuelto a encontrarme a la salida del metro y el cielo era blanco como sólo lo puede ser en los frentes del norte. Al abrir el portal de mi casa me pareció oír el martillo de la fragua de otrora, como las historias que Gunnar me explica cuando estamos sentados en la mesa de la cocina mirando el patio interior, que creo que es uno de los lugares más depresivos del mundo cuando estás de resaca, porque el aire es limpio y tú te sientes sucio y por suerte existen los libros con esas apasionantes historias de gente que se entrega a la leyenda, blandiendo Notung o desafiando a los mismos dioses, intentando no ser arrojados en la escalada por las colinas, porque eso es lo que lo vuelve a todo en algo con sentido, en que todo lo que haces aquí lo haces con un sentimiento capaz de moverlo todo, y cuando pienso en esos mortales que aferrándose a las rocas le gritan a Odín con fuerza nosotros somos los hombres, no puedo evitar que una emoción recorra todo mi cuerpo, porque esa rebelión contra lo trágico es lo que siempre me da esperanza y hace que quiera seguir luchando por no ser aquello que quisieron que fuera, y que yo soy mi destino.


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