lunes, 8 de marzo de 2010

Deberíamos cerrar los párpados con una sonrisa

Pese haber terminado 1937 a veces me parece estar todavía bailando algo lisérgico en el centro del ojo del volcán. Vivir esas mismas calles en las que se trastocó a Europa es un placer morboso que me dice que el tiempo lo destruye todo. Porque en cada cruce vemos la cicatriz en la retina de Murnau, el frío diseño simétrico de la Bauhaus en busca de una luz imposible, el aire muerto por el tránsito de aviones, los cuales desplazan puentes ficticios sobre el cielo que se alza sobre la tristeza del Spree. La sinfonía de una ciudad es su propia vida, su ritmo, la cadencia de su lento andar plantándole cara a la existencia misma, un andar lento cuando uno se gira sobre sus pasos y se da cuenta de la grandeza de sus vidas anónimas, de la corpulencia de los alter egos, la majestuosidad de algunos de los personajes que la moran y le hacen la corte a veces con el alma, otras con afectada vulgaridad... un caminar que son versos que se amontonan como montañas de libros en llamas, como los telegramas sin respuesta o las colas en aquellos absurdos puestos de control.
Reír con Piscator, emocionarse con Brecht, bromear con Kästner, enfadarse como Grass. Puede que se trate también de eso. Recorro la mirada sobre el álbum de fotos que llamo mi propio pentatlón en tan poco tiempo, escucho los discos con cierta ironía a la vuelta del trabajo mientras abro una vez más la ventana y dejo pasar el frío del amanecer, pesado, cortante marcial...
Aquí estamos, otra vez aquí, un mágico momento cerrando el círculo y siguiendo el párrafo. Alguien me dijo que para ser escritor había que mutilarse el hígado como Dylan Thomas, dejar que se pudrieran los pulmones como Proust, llevar boa y anillo episcopal como un moderno maldito, recordando que también existe el spleen en Berlín. Pero pienso que eso queda muy bien, pero por desgracia, sólo queda bien. De ahí a estar a mitad del camino del verdadero escritor hay un auténtico abismo y más bien es la bella mentira de aquellos están metidos en el fondo del mismo lamentando un de profundis clamavi ad te.
Viejas fotos y los ojos que miran se llevaron el secreto a la tumba: no dicen nombres ni lo que amaron, ni siquiera se sabe si fueron felices. A veces ves arrogancia, otras algo parecido a la fragilidad, pero siempre vanitas, como en el cuadro de la vela, la calavera y la mujer embarazada. Sigues ahí y sigue haciéndose de día, los bolsillos llenos de un dinero que volará como los copos de nieve, los zapatos sucios a un lado del pasillo, el batín rojo pidiéndote que te olvides de todo lo que hayas visto, y las fotos fueron un día el ojo de la cámara, las fotos están ahí recogiendo algo que pasó desapercibido, toda esa belleza fugitiva que en su momento no pudimos apreciar, ahora presa en el marco y ese soy yo, el observador con media retina y todavía demasiadas hojas en blanco intentando ponerle un nombre al capítulo.
De las dos fotos me quedo con la primera. La segunda es historia. Ya la conocemos. La primera es la historia de esa chica, o la del auto. En la primera hay sueños o un pasado que volver a inventar con las manchas que elijamos, en la segunda el hierro, todo lo que ya sabemos y todo lo que después termina en una fachada pintada con letras enormes bonjour tristesse. Empiezo otra semana pudiendo elegir entre meterme en la cama después del trabajo o dar un paseo entre la pálida nieve. El aire es frío y suena Bach. Pienso que la música es uno de los mayores regalos para el hombre porque no creo que se encuentre entre sus logros, creo que la música es algo que nos recuerda que las personas no están solas, la música nos habla directamente a nosotros y nos dice de todo corazón que en el mundo existen cosas realmente hermosas, pero que debemos ser fuertes si queremos llegar a verlas y poder mirarlas en toda su belleza, o de lo contrario sólo nos las encontraremos un tiempo después, siempre después, cuando queden retenidas como un hechizo inexplicable en una imagen un poco perdida, en colores de un mundo extraño, jamás vivido aunque nos sucediera.
La Pasión según San Juan: Compuesta tres siglos antes y la escucharé otra vez mañana.

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