sábado, 12 de septiembre de 2009


Horas después parece que haya pasado medio año más. El reloj sonó en el peor de los tonos posibles y al cabo de un rato mi compañero de piso y yo ya estábamos conduciendo en dirección contraria por los adoquines de Prenzlauer para dirigirnos al estreno de su película en el International Kino de Karl Marx Allee con varias aspirinas, cuatro cafés y la cabeza en otra parte. El hecho de que mi jefa me joda todos los horarios hace que tanto mi salud como mi día a día tengan connotaciones dadaístas bastante pasadas de vueltas. Evidentemente el señor productor creativo se presentaba ante sus amigos de la subélite intelectual de primera hora de la mañana con un desastre en patas medio cadáver, porque los esfuerzos por no caerme dormido resultaron infructuosos. Así que mi compañero de piso, que me había invitado colándome en la lista de invitados daba el penoso aspecto de haber llevado a un chico del programa de rehabilitación a falta de un pariente o de alguna pareja posible. Durante tres horas estuvimos rodeados por montones de mujeres feas que comentaban el happening como si fueran críticos de arte plástico, porque entendían de todo menos de dejar de joder. La presentación fue extremadamente aburrida, no me enteré prácticamente de nada porque el micrófono estaba flojo y nos pusimos a aplaudir mientras descorrían las cortinas y empezaba la peli. Una peli que se las traía, pero no pasé de los cinco minutos sin quedarme narcoléptico en la segunda fila, despertando a ratos por las coces que el café me daba en el pecho. A partir de la mitad de la historia me quedé con los ojos abiertos como un Simpson y con una ansiedad por largarme de la sala que me mataba a sablazos. Los eventos culturales suelen tener estas cosas. Y el mundo del cine está lleno de auténticos plomos que ni pinchan ni cortan pero que tocan los huevos una barbaridad. Al salir los títulos de crédito un hombre muy delgado con un traje gastado de haberlo pasado más veces por la lavadora subió tristemente al escenario y recító una lista de entidades a las cual quería expresar su agradecimiento, de unas cuatro páginas grapadas aproximadamente, por lo que intenté agarrar las escaleras en cuanto arrancaron los aplausos y todo el mundo se dejaba ciego a base de flash. Algunas de las personas que conocí en la entrada ya estaban analizando el film cuando vi a unos camareros subcontratados llevando refrescos de bionade y bandejas con algo para comer. Una pared entera del hall era de cristal y presumía de unas vistas alucinantes de los bloques idénticos de la Karl Marx Allee y la torre de la televisión brillando con destellos plateados al fondo, muy orwelliano, mientras una munión de lenguas de procedencia muy distinta se mezclaban para hablar de lo mismo, es decir, de ponerle pegas a la película, y yo me disponía solamente a comer todo lo que pudiera antes de marcharme a casa al igual que hacía todo el mundo, porque en este negocio todo el mundo está en quiebra y viven de otros trabajos menos interesantes pero que ayudan a pagar la gasolina del coche o el pan, y aunque quede muy demostrar estar ahí a ver quien la dice más grande, los estómagos estaban tan vacíos como las arcas del Estado Federal o una iglesia católica.
Así que mejor volver a la cama hinchado como un sapo y meterse en la ducha antes de vovler a ese lugar tan fascinante donde trabajo, donde debería dedicar un libro entero y un capítulo para cada uno de mis compañeros, con un comentario de las criaturas zoológicas que se han vuelto asiduas y adictas. La función empieza dentro de poco.

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