domingo, 4 de abril de 2010


Prefiero jugar al ajedrez que comer-dormir-trabajar. Me gusta volver a casa a las siete de la mañana y encontrarme el tablero esperándome en el suelo, la cama hecha y el cielo del mismo azul oscuro que el mar herido de la ciudad en la que nací. Amanecía mientras sonaban campanas desde distintos sitios y me recordaba un poco a antes, a todos los sábados al mediodía mientras caminaba por los adoquines, pero era domingo por la mañana y en Berlín, mi calle estaba desierta, el cansancio lo llevaba en las piernas hartas de andar entre las mismas fachadas y las llaves tintineaban en el bolsillo. Todas las campanas te llevan a casa, a tus escritos pretéritos, a una esperanza de algo que no existe y doblan initerrumpidamente hasta quebrarse. En casa el tablero, la dama perdida y las torres flanqueando al rey, las paredes pidiéndome que las escriba, el sofá que le deje algún libro sobre el lomo. Llega el sol, cierro las cortinas. Si el mundo te da asco es porque te lo das a ti mismo de tanto mezclar venenos.

De nada sirve jugar con serpientes y caduceos si sólo albergas semillas de algo pútrido, pura infelicidad, desdicha absoluta. Entonces te preguntas quién eres y sólo te ves como el que enciende y abre las puertas de las lavadoras, limpia por dentro el friegaplatos, carga cajas del sótano a arriba, vuelve a casa, duerme, come, trabaja y ve como los sueños empequeñecen como las figuras de jabón lavando unas manos sucias.

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