sábado, 20 de febrero de 2010

El ancho sendero de la decadencia

Finalmente decidí consultar con la suerte, como si se tratara de una más de las cuestiones que en nuestra vida deberían ser totalmente irrelevantes, cuál va a ser el próximo proyecto abierto que voy a zanjar, poniéndome como tiempo el espacio máximo de un mes. Puede que sea otra de mis carreras desenfrenadas y en el fondo puede parecer que no sé qué es lo que pretendo realmente con eso, pero veo que es la vía por llegar a la expiación, o a algo que me parezca sublime, o a mirar la brutalidad de la vida con los ojos abiertos. Lo que importa no es qué es lo que voy a escribir con mi propia sangre sino el como, cosa que tengo demasiado claro. Así que al volver del trabajo antes de tiempo me encierro en la habitación y saco de los bolsillos todo aquello que me ata y a la vez son las dos pertenencias que más me garantizan seguir en una celda si me paro y no hago nada más conmigo: las llaves, el dinero.

Omnia mea, mecum porto.

Y debe ser así.

Noche cerrada en Prenzlauerberg. Vuelvo a encender una vela y olvido todo lo que crea que me pueda preocupar. Se trata de elegir sólo un pathos para llegar a otro punto del laberinto, no supondrá ninguna gran victoria, pero sí una enorme esperanza. Saco mi baraja del siglo XVIII y separo diez figuras. Cada una son los seres inconclusos, historias que empecé a escribir y quedaron en borrones como los esclavos de Miguel Ángel, presos en el infinito del blanco. Debo elegir de entre todos uno para sacrificarlo, olvidarme de lo lejos que pudiera llegar en otras condiciones y presentarlo a concurso. Son demasiados y su peso hunde las espaldas en cada avenida a media tarde, cubre la frente de sombras, me dicen que todo es un desengaño.


Debo despojarme de uno y enviarlo a un concurso, lejos de mí como si después de beberme la botella la arrojara al Leteo esperando que alguien a punto de lanzarse a sus aguas se salve al ver el texto, porque todo es un sueño y no mucho más.

Las cartas se esparcen en círculo como si fueran el parlamento de los cuervos, un juicio que puede durar horas, desde el amanecer al crepúsculo un campo negro de córvidos llegados de todas partes para juzgar a uno de estos pájaros que ha quedado solitario en el centro. Éste normalmente grazna y obtiene las respuestas de sus semejantes en lo que parece una gran discusión, que al final con su castigo público, que no es otro que la muerte.


La carta de enmedio decide qué voy a terminar de escribir.
Irónicamente fue una de las primeras cosas que empecé...
Diez años atrás.


Diez años. Sólo por eso duele. Incluso parece odioso. Me pregunto porque seguía siempre ahí.
Recuerdo que una vez lo utilicé para mandarlo a un concurso. Lo amplié y lo mandé. Las copias nunca me las devolvieron y el original se perdió. Los aprendices de escritor no sólo pierden concursos, pierden muchas cosas más. Creo que eso me desanimó a no continuarlo, el saber que me tocaría volver a contar cincuenta páginas.

Se trataba de una historia de vampiros contada de un modo distinto al que yo estaba acostumbrado a leer por aquél entonces: había un poco de todo y lo mejor era que viéndolo desde el conjunto parecía un montón de Matriuskas una dentro la otra.
Ahora precisamente es uno de esos momentos en los que no me parece el mejor momento para ponerse a escribir sobre algo así, porque cada cierto tiempo aparecen nuevos motivos para dejar de hacerlo, especialmente porque siempre acaba estando de moda y apesta, pero si me dejo llevar por este tipo de disuación nunca lo voy a querer terminar y siempre estará ahí, en un montón de papeles y unos cuantos archivos .doc.

Es irónicamente una de las época de mi vida en que menos identificado me siento con este género: vivo en Berlín y fumo en pipa cuando estoy en casa, voy en tranvía o en bicicleta, llevo sombrero cuando hace frío, juego al ajedrez, a veces me pongo traje cuando tengo día libre, nunca para ir a trabajar. No pienso demasiado en la muerte, ni veo las series y no me gusta la novela gótica. Eso sí, en mi mundo casi siempre es de noche. Una vez estuve con una chica que me llevó por todos los cementerios de esta ciudad menos ese en el que están los hermanos Grimm y porque ya me harté de tanta lápida: era uno de esos días preciosos para estar en el Wannsee haciendo un asado o alquilar un bote en Treptow Park, cualquier cosa menos eso. El morburismo me lo dejé en Père Lachaise y en las iglesias de Florencia. Sin embargo durante este mes la cosa irá de vampiros o a algo parecido. Este será el ancho camino de la decadencia: los pasos por el mundo de aquellos que fueron temibles y que sin embargo sabían que algún día aquel mismo mundo también los olvidaría.
Hojeándolo un poco, recuerdo que era un texto bastante pesimista, siempre alrededor de la existencia de un modo muy enfermizo, en el que insistía más en la decadencia humana que en los numerosos crímenes cometidos por aquellos que estaban condenados a no morir. Por aquel entonces me gustaba mucho un libro que había tomado prestado de la biblioteca de un tipo llamado Cioran, que para el que no tenga ni idea de quien era, diré que fue un sonado que recorría París de noche por culpa de un insomnio que se volvió cada vez más atroz. Y deliraba. Escribió poco pero todo muy contundente y siempre cubriendo la derrota de oropeles. Gente como éste era la que me caía bien y así de fantástico me fue en aquellos maravillosos años.
Sin embargo con esta historia recupero a un personaje del que estaba casi enamorado, una criatura deliciosa capaz de sobrevivir a todos los tiempos. Mi primera heroína literaria. Porque todo caballero que cruce el Tártaro a ciegas necesita una dama a la que odiar si no es capaz a enfrentarse a sus sombras y Jacques, ese ser de una noche de más de mil años, tuvo una vez el corazón completo de una de las más singulares hijas de Perséfone.

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